La rosa negra

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–Señor, ¿podría prestarme la escalera?
Miré hacia abajo. La mujer era joven y bonita. Llevaba un vestido negro de modelo antiguo. En las manos tenía un ramo de unas rosas tan rojas que parecían negras.
–Un momento y termino –le dije.
–Ya. Espero.
Estaba visitando a mi madre. Terminé de ponerle sus flores. Era el atardecer del 31 de octubre. Al día siguiente el cementerio se iba a convertir en una feria. Detesto las aglomeraciones, la música y las muestras de euforia en un lugar que yo considero para el recogimiento y la paz. Hasta ahora no comprendo por qué las autoridades dejan que la gente beba y baile hasta “morir” en los camposantos.
–Chau, mamá, pasado mañana vengo, cuídame –murmuré.
Bajé.
–La escalera es suya, señorita.
–¿Podría ayudarme a llevarla hasta el nicho de mi difunto? –me pidió. Tenía la voz suave como el susurro del viento entre las flores del cementerio.
–Claro. No faltaba más. ¿A qué pabellón?
–Al Santa Rosa de Lima.
Me puse la escalera sobre los hombros y eché a andar tras ella. Ese pabellón estaba en el lado antiguo. El ceñido vestido dibujaba su figura estilizada. A su paso dejaba una estela de perfume añejo. ¿Quién se te murió?, solía ser la pregunta con que empezaba mis diálogos cuando alguien me interesaba. Había obtenido buenos resultados en un par de ocasiones. Generalmente en los cementerios las personas están con ánimos de contar sus vidas, sus pesares después de haber sufrido una pérdida y necesitan oír unas palabras de consuelo. ¿Quién se te murió, amiga? Esta vez se me hacía difícil emplear mi fórmula. Temía que notara mi apresuramiento. Poco a poco se llega al cielo, Harold, me dije.
Llegamos al pabellón indicado. Habíamos recorrido medio cementerio. Tenía los hombros adoloridos. Así debió de estar Cristo después de cargar su cruz, pensé.
–Mi finadito está allí –dijo ella, señalando un nicho de la última fila–. ¿Podría sostener la escalera mientras subo, por favor?
–Ya, no se preocupe.
Empezó a subir. Menos mal que no pesaba nada, se la veía tan frágil, como para que venciera mis fuerzas y rodara escaleras abajo. ¿Por qué construirán pabellones tan altos? ¿Para que las almas lleguen más rápido al cielo?
Los floreros contenían unas resecas rosas. Por lo visto, al difunto venían a visitarlo una vez al año. El nicho estaba cubierto de polvo y tela de araña. Sacó los floreros y se dispuso a bajar. Me miró: estaba sosteniendo a un esqueleto. Me miró con sus cuencas vacías. Era una mirada penetrante. Tenía los dientes amarillos, largos. Dioses. Sentí un desvanecimiento. Sostuve fuerte la escalera para que no cayera. Quise gritar, pero ningún sonido brotó de mi garganta. Me restregué los ojos y volví a mirar: la chica me sonreía. Debe haber sido una mala jugada de mis sentidos, me dije. ¿No había escuchado la semana anterior el aullido de un perro y el arrastrarse de unas cadenas? En los cementerios pasan algunas cosas que escapan a la razón.
–¿Le pasa algo? –me preguntó.
¿Contarle lo que acababa de ver para que me tildara de loco?
–No. Nada. No se preocupe.
Volvió a subir para limpiar el nicho. El polvo que se levantó casi la asfixia. Creo que lo mejor es que a uno lo incineren y arrojen sus cenizas al mar o lo guarden en un rincón para no causar más molestias a los vivos.
Bajó. Al ayudarla con las rosas, me pinché un dedo con una espina.
–¡Oh, se ha lastimado! –dijo ella, con pesar, tomando mi mano.
Tenía las manos heladas como el mármol de los nichos. Eran unas manos blancas, casi transparentes, se notaban las venas azul verdosas que la recorrían. Tenía las uñas largas y pintadas de rojo como la sangre que brotaba de mi dedo. Sacó de su escote un pañuelito de seda y me envolvió el miembro herido. El pañuelo blanco se puso rojo. ¿Tanta sangre brotaba de un pinchazo?
Presionó mi dedo. Sus manos se mancharon. Por fin la sangre cesó de brotar.
Oscurecía. Los últimos deudos abandonaban el camposanto.
–¿Nos vamos, o se queda? –preguntó.
–Nos vamos. Ya llegará el día en que me quede aquí para siempre.
Sonrió.
–¿Un cafecito? –le ofrecí, ya en la calle.
–Si no es mucha molestia. Gracias.
Ahora estábamos sentados frente a frente ante dos humeantes tazas de café. Se llamaba Ximena. Venía a visitar a su padre. Había sido un hombre bueno que gustaba del campo, las plantas y el río. Solía pasarse las tardes leyendo, soñando visitar los mundos descritos en los textos. Sus ojos brillaron. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. La muerte de un ser querido es el dolor más profundo que un hombre pueda padecer, pensé mientras acariciaba sus heladas manos. Tantas cosas que compartí con mamá. Tantos sueños que se quedaron truncos ante su repentina partida.
Lloró por un buen rato. Llorar es bueno. Llorar libera tu corazón de un gran peso, pensé decirle, pero no lo hice. La vida es así. Todos vamos a morir algún día. A mamá la lloré meses. La lloré todos los días. Fue la mujer más buena que yo haya conocido. Mi único consuelo es saber que ahora, esté donde esté, está en paz.
–¿Vienes mañana a visitar a tu mamá, Harold? –me preguntó, ya calmada.
Le iba a decir que no, ¿no te parece patético que la gente se emborrache, cante, baile perturbando la tranquilidad de los muertos?, pero no lo hice.
–Sí –le dije–. Un rato. ¿Tú?
–También –dijo Ximena–. Tempranito. Hay menos gente a primera hora. A ver si nos encontramos.
–Ya.
Nos despedimos.
Al siguiente día la esperé inútilmente durante todo el día soportando el barullo de la gente.
Sospeché algo. Busqué una escalera. Subí. Los floreros llenos de sangre contenían unas relucientes rosas negras. Harold Gastelú Palomino: 06 junio 1868 – 22 julio 1910, decía en la lápida. Recuerdo de su hija Ximena.
Yo era Harold Gastelú Palomino. Había muerto hace un siglo.

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