“Encuentra lo que amas y deja que te mate”, aconsejaba Charles Bukowski, el escritor vagabundo que admiraba las mentes retorcidas, las prostitutas borrachas y toda figura que no obedecía los parámetros de la ley.
Bukowski, símbolo del movimiento literario “Dirty realism” (Realismo Sucio), murió en marzo de 1994, a los 73 años, cuando alcanzaba el punto más alto de su fama y el invierno albergaba la ciudad de Los Ángeles, lugar que habitó durante gran parte de su vida y que lo vio agonizar no por sus amados vicios -el alcohol y las drogas-, sino por grandes sumas de células cancerígenas. Hank, como lo conocían, sucumbió ante la leucemia.
“Mis palabras estarán en todas partes. Se crearán clubes sociales y sociedades. Será como para volverse loco. Se hará una película de mi vida. Me pintarán mucho más valiente de lo que soy y con mucho más talento del que tengo. Mucho más. Será como para hacer vomitar a los dioses”, profetizó en uno de sus escritos.
Hank, que nació en Alemania y radicó en Estados Unidos desde los tres años, era un hombre rudo, de rasgos tan duros que, según sus amistades, provocaba que quien lo mirara por primera vez echara el cuerpo hacia atrás por temor y desconcierto. “No soy como un mundo ordinario. Tengo mi locura, vivo en otra dimensión y no tengo tiempo para cosas que no tienen alma”, decía el también poeta de prosa y verso quien, como narró, tuvo sexo por primera vez a los 24 años con “una gorda que pesaba 150 kilos”.
Para crear un solo relato, “el viejo indecente” necesitaba embriagarse dos noches: una para escribir y otra para revisar a detalle. El alcohol lo escoltaba a todos lados, incluso hasta los recitales a los que era invitado para leer sus escritos. “¿Por qué bebo? Porque ninguna buena historia comienza con un ‘estaba yo comiendo una ensalada’”, argumentaba.
Bukowski alcanzó la fama y dejó de ser un vagabundo. Llegó a recibir hasta 100.000 dólares al año por las ventas de sus libros, empezó a frecuentar reuniones con artistas de Hollywood y cambió sus bebidas más espiritosas por el vino bueno y caro.
Disfrutó de su popularidad y esa gloria hasta que la leucemia lo golpeó y tumbó por 64 días en un hospital. Hank tuvo que cambiar radicalmente sus hábitos de escritura, lo que involucraba alterar por completo su forma de vivir y disfrutar el mundo. Estaba asustado. Creía que sin el alcohol y los cigarrillos perdería su creatividad, pero el viejo Charles se demostró a sí mismo que podía seguir siendo un maestro de las letras sin necesidad de someterse a los efectos del alcohol.
Su existencia relajada lo obligó a relatar historias de ficción, pues los motivos de su escritura se iban agotando: ya no frecuentaba los bares, no dormía en las veredas lleno de indigencia ni disfrutaba la presencia de mujeres que en multitud lo adulaban hasta en los pies de su cama. La vida bohemia ya no lo rodeaba, pero Hank no se sentía mal por eso. Empezaba a disfrutar, de alguna forma, los últimos años que le quedaban.
Bukowski, uno de los personajes más excéntricos e impetuosos que conoció la literatura, vivió mucho más de lo que cualquier médico hubiese pronosticado y tras ser enterrado con su singular vestimenta desaliñada, aún mantiene su existencia a través de sus poemas y relatos en los que fácilmente se reconocen las historias más sucias y pintorescas de su vida. “Tu trabajo debe estar vivo”, repetía.